Cada vez más radicalmente el encuentro con Jesucristo nos pone delante de la pobreza de nuestro ser, de aquella indigencia que sólo vive del pan de la infinitud, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre. Jesús, viviendo fuera de sí, del todo oculto en el interior de la misteriosa voluntad de Dios, era para si mismo el gran mendigo que se había aceptado a partir del decreto inapelable y del total derecho del Padre.
Por eso, cuando el
hombre vuelve sobre sí después de todos los ensueños y firmamentos imaginados,
cuando detrás de todas las máscaras aparece su corazón desnudo y anhelante,
entonces se pone de manifiesto que "por naturaleza" es religioso, que
la religión es la dote secreta de su ser. Ve que en el centro de su existencia
permanece asentada aquella "trascendental indigencia" que despierta
todas sus necesidades, todas sus ansias y deseos.
Es ésta la gran tentación que se desliza al amparo de
nuestro instinto de seguridad y apunta al corazón mismo del ser del hombre.
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